La vida, los sueños, y la habitación de un hospital

SaintJosephTorontoFRANCISCO REYES / TORONTO /
El pasado lunes 27 de junio fui llevado de emergencia al Saint Joseph Hospital afectado por una obstrucción intestinal que impedía el paso de los gases que se generan en el proceso de la digestión.

Los paramédicos del sistema de ambulancia de Toronto llegaron a tiempo. Actuaron con suma rapidez, debido a que el metano que generan esos gases estaba a punto de producir una septicemia. En media hora más, se me dijo, hubiera muerto envenenado.

El jefe de operación de la ambulancia atinó y decidió no llevarme al Humber River Regional Hospital porque las salas de emergencia estaban atiborradas. En ese caso me atenderían en unas seis horas.

Al llegar al Saint Joseph, me atendió una junta médica, con tantos aparatos, que pensé que era un caso de vida o muerte. Ciertamente. Si no reaccionaba a los medicamentos, había que llevarme al quirófano.

El dolor era insoportable. Hubo que inyectarme morfina y otra inyección más en el vientre para neutralizar el metano. Después de varias preguntas, me quedé completamente dormido hasta el otro día.

La pregunta que más me aterrorizó fue la relacionada con el historial de cáncer en la familia. Fui tajante con el médico: “Doctor, si he desarrollado cáncer, no me ande con rodeos y dígame la verdad, porque estoy preparado para aceptarla”. Su respuesta fue negativa. No había signos visibles de esa enfermedad.

La razón de estar consciente de una posible presencia de cáncer en mi cuerpo es el consumo excesivo de alcohol al que me había habituado por años. En otras palabras, padecía de esa terrible enfermedad llamada alcoholismo, del que me pude zafar, “por la gracia y la misericordia de Dios”. Yo sólo por mi cuenta no lo hubiera logrado si “un poder superior a mis propias fuerzas no hubiera actuado sobre mí”.

Llevo unos seis años en el proceso de recuperación, pero siempre con el temor de que aflore algunas de esas enfermedades relacionadas con la superada adicción, sobre todo, el cáncer de colon.

La obstrucción intestinal no es una condición de enfermedad. Mis últimos exámenes médicos indican que no se me afectó el hígado ni el páncreas dejó de producir insulina regularmente. Tampoco se me desarrolló diabetes alcohólica ni he tenido problemas con el colesterol. Lo normal es que en personas afectadas por el alcoholismo éstas aparezcan con el paso de los años.

Sin embargo, cuando se me dijo que debía pasar varios días en observación y estudio, hasta el jueves 30, tomé las cosas con calma. Me sentía completamente relajado y dispuse mi cuerpo para que no reaccionara adverso a lo que los médicos estudiarían.

En esos días de reposo en que estuve bien atendido, excepto que no me daban sólidos para comer, medité sobre mí mismo, pero también sobre la cantidad de personas que alrededor del mundo no tienen acceso a la medicina. En ese momento, yo era un privilegiado del sistema de salud canadiense.

Pensé también en los que mueren en completo abandono en las salas de los hospitales. Sin familiares que los visitan, aunque nadie de mi familia fue a verme: había decidido que no me visitaran para que no interrumpieran mis meditaciones.

Parecía como si hubiese estado en un hotel cinco estrellas. Con miras hacia el Lago Ontario. Desde las barandas del hospital podía ver la Península del Niágara, sobre las aguas turquesas y las manchas verdes de las algas que habitan en su fondo. Todo en el silencia matinal.

Al pensar que mi vida pudo haber acabado en instantes, me llegó la convicción de que somos como la luz de una vela: nos apagamos rápido, dejando familias, dineros y propiedades. Abandonando todo orgullo y vanagloria. ¿Qué queda, después de tanto afán? ¿Para qué preocuparnos tantos, si al final nos llega la terrible sentencia: “Polvo eres y al polvo habrás de regresar”?

Me acordé de las “Coplas a la Muerte de Mi Padre, de Jorge Manrique, primer poeta español que nos habla de la fugacidad de la vida: “Nuestras vidas son los ríos que van a dar a la mar”. Pablo Neruda también visitó mi pensamiento con su poema “Farewell” y sus versos sentenciosos: “Todo se va en la vida…/ Se va o perece. / Se va la mano que te induce. / También la boca que te bese”.

También, en uno de mis poemas sobre lo efímero de la existencia: “Todo esplendor es pasajero. / La grandeza de los imperios también es fugaz”.

La idea de la muerte, que ya no me aterra, porque, como el poeta John Keats, “Muchas veces la llamaba con persuasivos versos/ para que atrapara mi voz en su aliento”.

Recordaba las tantas veces que desee morir durante mi enfermedad de alcoholismo. Pero en la sala del hospital me di cuenta de que ahora quería, quiero, vivir más, porque tengo una razón distinta para vivir: una nueva fe en el porvenir. Una nueva esperanza. Nuevos sueños. Nuevos ideales. Nuevos objetivos.

Porque cada día que pasa es un regalo que me otorga esta existencia feliz.