OSCAR VIGIL / TORONTO /
Gabriel García Márquez, el periodista, el escritor, el legendario narrador de historias, el mentor de muchos periodistas de América Latina, murió el pasado viernes a la edad de 87 años en la ciudad de México, lugar donde vivió “auto-exiliado” por más de 30 años.
El encuentro más cercano que yo tuve con el ahora fallecido escritor fue debido a una mentira, o visto desde una perspectiva quizás literaria, debido a una crónica periodística en mi propia vida.
Sucedió a mediados de los años 90, cuando fui a trabajar como periodista a Colombia. Era mi última noche en Bogotá y a la mañana siguiente tenía que viajar a la ciudad de Cartagena.
Andaba en ese viaje junto a dos muy buenos amigos, con quienes decidimos pasar nuestra última noche en Bogotá en uno de los distritos de entretenimiento más populares y hermosos de aquella época: La Calera, ubicada en las montañas de la periferia y desde donde se divisaba toda la ciudad.
La guerra civil colombiana era lo último que pasaba por nuestras mentes en aquellos momentos, extasiados por la belleza de Bogotá.
Estuvimos mucho tiempo recorriendo el lugar, visitando un lugar tras otro, pero cerca de la media noche nos instalamos en un pequeño y acogedor bar, el cual tenía una espléndida vista de la ciudad.
Al llegar, el lugar estaba medio lleno, pero comenzaba a vaciarse poco a poco, mientras nosotros nos entreteníamos en una agradable conversación con la dueña del local, una mujer de mediana edad muy amable, quien había comprado el lugar sólo unos meses atrás.
Yo estaba ahí con Oscar y Guido, dos periodistas salvadoreños muy conocidos que trabajaban en radio, y que al igual que García Márquez son excelentes contadores de historias.
A medida que avanzaba la noche y que el “aguardiente” filtraba constantemente nuestro sistema, la conversación se volvió aun más interesante. Estábamos en nuestros años 30s, comprometidos con el buen periodismo, con el periodismo de investigación, pero también teníamos el realismo mágico bien metido en lo profundo de nuestras mentes, especialmente en las noches bohemias.
Era la época en que Bogotá había comenzado a sentir los duros golpes de la guerra civil, y que la ciudad había sido puesto bajo la denominada “Hora Zanahoria”, por la cual todos los bares eran obligados a cerrar sus puertas a las 2:00 de la madrugada.
Pero en América Latina todo era posible. Especialmente si uno era turista, tenía una buena tarjeta de crédito, y era buen conversador. Y nosotros tres teníamos todas esas cualidades.
Para aumentar el interés, al día siguiente nos dirigíamos hacia Cartagena a entrevistar a “Gabo”, la leyenda viva de los colombianos y de los lectores latinoamericanos.
Esa noche se cruzaron un sinfín de historias, entre otras, nuestra anfitriona nos contó cosas curiosas sobre Gabo que probablemente sólo existían en el imaginario popular del país.
Mientras estas increíbles historias iban y venían, la hija de la dueña del local, una jovencita que estaba por iniciar sus estudios universitarios, se mantenía quieta y callada escribiendo delante de nosotros.
Cuando la noche estaba por terminar, alrededor de las 4:00 de la madrugada, y cuando ya estábamos a punto de salir, la jovencita se nos acercó y nos dio un sobre sellado. En éste estaba escrito, con una caligrafía inmaculada, el nombre de su destinatario: Gabriel García Márquez.
Ella nos explicó lo importante que Gabo era en su vida, sobre todo porque quería estudiar literatura. Él era su héroe, su modelo a seguir, y nos pidió que durante nuestra entrevista le entregáramos su carta al afamado escritor.
Tomamos la carta, prometimos entregarla, y regresamos a Bogotá por nuestro equipaje justo a tiempo para tomar el vuelo a Cartagena.
Y en la tarde de ese mismo día, probablemente aun bajo los efectos de nuestra noche de bohemia, estábamos parados frente a la colorida y fortificada casa del gran escritor colombiano. Una casa hermosa pero a la vez fría, ubicada en “la Ciudad Amurallada”, el barrio histórico de Cartagena de Indias.
Tocamos el timbre, y después de lo que pareció ser una espera interminable en un clima seguramente cercano a los 50 grados Celsius, una señora abrió la puerta. Con aplomo, dijimos quiénes éramos y pedimos hablar con el escritor, pero la empleada nos dijo que éste no estaba en la casa.
Era de esperar, porque Gabriel García Márquez vivía en México desde el año 1975 y a su casa en Cartagena únicamente llegaba esporádicamente de visita. Pero además, nosotros nunca concertamos una cita con él para una entrevista. Así es que entregamos la carta, dimos media vuelta y regresamos al carruaje típico turístico que nos esperaba en la calle.
La escena era sólo un trozo de realismo mágico, un capítulo lleno de aguardiente en nuestras vidas. Pero tuvimos que ir hasta la casa del ahora fallecido escritor para cumplir nuestra palabra de entregarle la carta de una inspirada jovencita, que lo admiraba más que a cualquier persona en el mundo.
Durante el resto de la semana simplemente disfrutamos Cartagena, con la esperanza puesta en que, ojala algún día, esta linda chica del bar de La Calera mágicamente recibiera una respuesta de su amado Gabo.
Nuestros días en Colombia fueron magníficos, y tal y como escribió Gabriel García Márquez en uno de sus últimos libros, realmente la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda, y cómo la recuerda para contarla. Y yo recuerdo esta historia como uno de mis encuentros más cercanos con mi escritor favorito.
Hasta luego, Gabo.