FRANCISCO REYES / TORONTO.
Las guerras civiles en Centroamérica en la década de los años 80 produjeron una de las oleadas migratorias más numerosas y trágicas en el continente. Atrapados en las redes de los conflictos bélicos, miles de nicaragüenses, salvadoreños, guatemaltecos y hondureños salieron al exilio sin rumbo fijo. Los que llegaron a Canadá traían la esperanza de ser amparados, tras abandonar propiedades y familias.
Ahora que la crisis humanitaria del Oriente Medio y del Norte de África ha puesto en relieve el problema de los refugiados, llegando incluso a ser tema central de la actual campaña política, nos trae a la memoria lo que miles de centroamericanos pasaron para rehacer sus vidas lejos de sus tierras.
En el caso de los refugiados salvadoreños, muchos utilizaron como puentes a países del área, entre ellos Guatemala, México y Costa Rica para solicitar el asilo en Canadá, por razones políticas o humanitarias, con auspicio de la ONU.
José García emprendió ese éxodo forzado con su esposa y siete hijos, en medio de una guerra que dejó un saldo de alrededor de 100 mil muertos y desaparecidos.
Me encontré con José por casualidad, en el momento en que estaba estacionado con su camioneta, vendiendo productos agrícolas frente a un edificio de “seniors” en un vecindario del noroeste de Toronto.
Me acerqué a curiosear lo que vendía y me sorprendió que fuera hispano-latino, por la pregunta que una niña le hizo, en nuestro idioma. Le pregunté si era su hija. “Sí. Es la mayor de los dos hijos de mi segundo matrimonio”, respondió.
En seguida le pregunté sobre su origen. Cómo llegó a Canadá y qué lo motivó a dedicarse a ese tipo de negocio, muy raro entre inmigrantes de origen latinoamericano.
“Soy de San Juan Opico, en el Departamento de La Libertad, El Salvador. Me dedicaba a la agricultura, que abandoné para refugiarme en Guatemala en 1984, con mi esposa y mis siete hijos, pues no quería que cayeran en manos de la guerrilla”, empezó a explicar.
La niña, de unos ocho años, miraba atenta. “Sofía”, nos dijo que era su nombre, en el momento en que su hermanito llegó a nosotros. Se llama Isaac y tiene cinco años.
García narró su odisea para llegar a Guatemala, pidiendo asilo para la familia. “Allí permanecí por tres años. Ella (su esposa) murió y decidí solicitar refugio para Canadá, por razones humanitarias, a través del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR).
“En 1987, al poco tiempo de fallecer mi esposa, fuimos aceptados para residir en Canadá. Al llegar a Toronto, no fue tan fácil iniciar una nueva vida, viudo, con siete hijos y sin saber inglés”, agregó.
“Conseguí un trabajo en la carpintería que me permitió sostener a mis hijos, pero me sentía muy sólo. Necesitaba una compañera y la conseguí por internet”, contó García.
En el 2003 viajó a España y se casó con su “novia virtual”, la que en realidad es Inés María Bravo Pérez, oriunda del poblado aledaño a Ciudad Real, pero residente en Córdoba, en la región de Andalucía. “Me casé y la traje a Toronto”, al hogar que iba quedando vacío, “porque mis hijos ya se habían hecho acompañar”, agregó.
Los hijos con Inés llegaron pronto: Sofía e Isaac, dos “cipotes” parlanchines que buscan cómo llamar la atención durante la entrevista para este reportaje.
“Mi sueño con Inés era irnos a vivir al campo, por la seguridad de los niños. Que crecieran al aire libre, en contacto con la naturaleza, y lo logramos”, continuó García.
Rentaron dos acres de terreno por $1,500 dólares al año en las afueras de St. Catharines. “Viajábamos a la chacra dos veces por semana y dos meses más tarde alquilamos una casa y nos fuimos a vivir definitivamente lejos de Toronto”.
Inés interviene: “En el terreno había muchos duraznos, pero nos dedicamos a cultivar elotes, ayotes, frijoles y verduras, que vendíamos en una mesa que sacábamos al camino”.
“Nuestro plan –explicó José- es un poco a largo plazo: ganar clientes que confíen en nuestros productos orgánicos y con el tiempo tener un invernadero, donde los clientes vayan a recoger los productos que nos ordene sembrar para ellos”.
En sus siembras, utilizan abono orgánico. “Nada transgénico para no dañar el terreno ni contaminar el medioambiente”, dijo José.
“Estamos en la fase experimental dentro del programa ”De regreso al Edén”, con el fin de que se nos otorgue el certificado de Control de Calidad de Orgánicos, pagando $500 dólares al año, en calidad de miembro y así poder imprimir tu propia etiqueta para los productos. La etiqueta del negocio”, agregó.
Al hablar de su experiencia en Canadá y lo que extraña, dejado atrás por la guerra, fijó la vista al cielo, mientras Inés suspiraba, pensando probablemente en la hija de su primer matrimonio, que vive en España.
Mientras, Sofía e Isaac correteaban por los jardines del edificio, sabiendo que han nacido en Canadá, pero ajenos a que son parte de dos historias, de raíces fusionadas que proceden de España y El Salvador.