OSCAR VIGIL / TORONTO /
“Ramón está volando lentamente”, me escribió María en un mensaje de texto el lunes 22 de agosto a la una en punto de la tarde. Habían pasado poco menos de cinco meses desde que a su esposo Ramón Portillo, mejor conocido en el mundo literario como Ernesto Jobal Arrozales, lo diagnosticaron con un cáncer en etapa avanzada.
No puedo olvidar cuando, al comenzar la primavera, exactamente el 31 de marzo de este año, María nos llamó para darnos la infausta noticia del diagnóstico médico. Dos días después, Carolina y yo estábamos en el hospital con él. Fue un día difícil, como muchos otros más que vendrían en los siguientes cuatro meses.
“Cuando vine a Canadá traje una mochila llena de sueños y todavía tengo muchos por realizar… aun no estoy listo para partir”, nos dijo con la voz quebrada. Momentos antes habíamos conversado con mi esposa sobre ser fuertes y darle ánimo, sin embargo, para ella el impacto fue más contundente de lo esperado.
Yo, como diría Ramón, “le hice huevo” y conversamos sobre su militancia revolucionaria. Traje a cuenta muchas de las historias que él mismo me había contado sobre sus experiencias en las montañas de El Salvador, y llegamos a la conclusión de que él no era una persona que se daba por vencido, él era un guerrero, un luchador probado, e iba a pelear por salir librado de la enfermedad.
Tres semanas antes del diagnóstico, Ramón y María habían estado en nuestra casa para compartir un desayuno con el legendario guerrillero salvadoreño Santiago, voz oficial de Radio Venceremos durante el conflicto armado salvadoreño, quien es un amigo mutuo. Hablamos del pasado, de las montañas, de la guerra y de las batallas heroicas de muchos combatientes, entre ellas las de Jobal Arrozales.
Ese día Ramón ya se veía cansado, nos contó que le estaban haciendo exámenes médicos para determinar cuál era el problema de salud que tenía. Sin embargo, eso no lo detenía, y durante un buen rato de la mañana nos deleitó con su más reciente trabajo, el último libro sobre aspectos poco conocidos de la guerra civil salvadoreña que estaba escribiendo.
Para el mes de mayo, el escritor ya tenía clara la gravedad de su enfermedad, y, siendo un comunista convencido, seguidor del Che Guevara, de Fidel Castro y de la revolución cubana, veía a la isla como su última opción. Nunca pude descifrar si realmente la veía desde la perspectiva médica o si en verdad era más una urgencia ideológica que necesitaba solventar, pero fuera como fuera, con varios amigos creamos un grupo de solidaridad para ayudarlo a obtener su tratamiento en Cuba.
Planificamos un evento de solidaridad y recaudación de fondos que denominamos “Un canto a la vida”, para el 16 de julio. Pero a medida transcurrían los días llegamos a la conclusión de que más que una recaudación de fondos, la actividad serviría como oportunidad para que el escritor se despidiera de sus amigos.
Y así sucedió. Visiblemente desmejorado de su salud, Ramón logró salir por varias horas del hospital para dirigirse a su casa, una granja ubicada en la zona de Guelph, para compartir con todos quienes lo apreciaban.
Ahí, sus amigos recitaron poesía, cantaron, bromearon, rieron, compartieron recuerdos y buenos deseos. Y en silencio, cada quien se despidió de él.
Fue difícil ver postrado a este poeta, guerrillero, escritor, hombre de bien y fiel amigo. Quebraba el alma escuchar sus todavía lúcidas palabras a través de su ya tenue voz durante las últimas semanas.
En una de nuestras últimas conversaciones recordamos la noche aquella en que, junto con nuestro buen amigo Carlos Bernal, amanecimos en el patio de su casa, elevados, hablando de la vida, hasta que, a las 5:00 de la mañana, Maria lo hizo aterrizar y lo llevó hasta la estación donde cada fin de semana tenía un programa radial.
Reímos al recordar el debate que tuvimos al aire ese día aún bajo los efectos de la larga noche y de su famoso vino cultural, y de las llamadas de los oyentes interesados por el tema, principalmente de uno de sus más fieles radioescuchas, nuestro amigo Ricardo Ramos.
Trajimos a cuenta también las bromas que le jugábamos por el último libro que había publicado en España, “La pelo de oro”, una de sus musas más perversas, le decíamos, a costa del enojo del amor de toda su vida, su esposa María.
Jobal Arrozales es el nombre del pequeño caserío donde nació Ramón Portillo hace 63 años, y Ernesto fue el seudónimo que utilizó durante la guerra. Así, Ernesto Jobal Arrozales se convirtió en la cobertura literaria para este contador de historias que con mucha frecuencia volaba de la mano con sus musas… hasta que María lo aterrizaba de nuevo a la realidad. Así volaba Ernesto en el arte, en la agricultura, en los negocios, en su vida en general, con María siempre como su polo tierra.
Ramón era a todas luces todo un artista, un alma sublime sensible a los más pequeños detalles de la vida, un escritor que “cagaba tinta” a cantidades, le decía yo a cada rato, y muestra de ello era su decena de libros ya publicados y otros aun en espera de ir a imprenta.
La última vez que hablé con él fue el miércoles 17 de agosto a las 9:30 de la noche. Me llamó para preguntarme cómo iban las gestiones para su tratamiento en Cuba. Su voz era tenue, pero su mente estaba perfectamente lúcida, y a pesar de los estragos del cáncer, no se daba por vencido y seguía luchando.
Una semana después, el miércoles 24 de agosto a las 9:30 de la mañana, María me envió el último mensaje de texto: “Ramón se nos fue”.
Ese día, entre 9:15 y 9:30 de la mañana, Ernesto Jobal Arrozales voló por última vez de la mano de sus musas. Se elevó para contemplar su legado mientras lo rodeaba su familia en el seno de su hogar: su esposa María, sus hijos Oscar, Ernesto, Fabricio y Tania, y sus nietos Alexis, Lala y la pequeña Tamara, de apenas tres semanas de nacida. Esta vez, María no lo pudo retener.
Descansa en paz mi querido amigo.