HORACIO TEJERA / TORONTO /
En las dos notas anteriores hemos realizado un repaso del papel jugado por la inmigración en la historia canadiense y nos hemos detenido en los cambios de las políticas culturales e inmigratorias que se procesaron a lo largo de la década de los ‘70.
Dichos cambios implicaron la implementación del multiculturalismo como política cultural oficial y el desarrollo, no siempre libre de obstáculos, de medidas que hicieran del multiculturalismo no un slogan sino una realidad.
A su vez, la aceptación del multiculturalismo como horizonte no sólo posible sino también deseable fue la base de sustentación de nuevas políticas inmigratorias que dejaron de estar centradas en la consideración de que las poblaciones no-europeas carecían de las características culturales o morales deseables.
Canadá enfrentaba en aquel momento dos situaciones complejas, una de las cuales era evidente y cuya solución se hacía imperiosa, mientras que de la otra no se tenía aún debida conciencia aunque, si la vemos con la perspectiva que da el tiempo, era seguramente más importante.
Demos una ojeada rápida a la primera y detengámonos luego en la segunda.
Durante la década de los 60s la llamada Comisión Real para el Bilingüismo y el Biculturalismo había realizado avances de importancia en lo referente a los equilibrios necesarios entre el Canadá anglófono y el francófono. Esos acuerdos se habían dado fundamentalmente en el terreno del bilingüismo, con el reconocimiento del francés como segunda lengua oficial del país, en pie de igualdad con el inglés. Sin embargo, en el plano social y político continuaban viviéndose tensiones y en octubre de 1970 el Frente de Liberación de Quebec secuestraba y asesinaba al ministro provincial Pierre Laporte originando lo que se conoce hoy como Crisis de Octubre, durante la cual, y tras pronunciar la frase que sería recordada por siempre: “Just watch me”, el Primer Ministro Pierre Trudeau tomó medidas de suspensión de garantías individuales previstas en el War Measures Act.
En ese contexto socio-político, el biculturalismo parecía haberse transformado en un objetivo sólo alcanzable en el largo plazo, pero a partir de propuestas realizadas en el seno de la Comisión por comunidades minoritarias como la ucraniana, surgió una propuesta alternativa que fue rápidamente aceptada por el gobierno: el reconocimiento de que Canadá merecía ser más que la yuxtaposición geográfica de dos culturas enfrentadas y que para ello se lo debía concebir como un mosaico en el que diferentes culturas podían convivir celebrando sus diferencias.
Así, el 8 de octubre de 1971, a un año de la crisis que había puesto al país en uno de sus momentos más difíciles, el mismo Trudeau anunció el multiculturalismo como la nueva política oficial del país, definiéndola como la única capaz de preservar la libertad cultural de cada individuo y dar el debido reconocimiento a la contribución de cada grupo étnico a la conformación de la sociedad canadiense.
Mientras tanto, lo que estaba sucediendo y que llevaría pronto a la modificación de las políticas migratorias, no aparecía en los titulares ni formaba parte de las preocupaciones diarias de casi nadie.
Por un lado, las sucesivas olas inmigratorias de origen europeo, a mediados de la década de los 70, estaban llegando a su fin, incluyendo a las olas provenientes de los países del sur del continente que, gracias a la recuperación de sus economías, ya no expulsaban a sus poblaciones.
Por otro lado, el descenso de los nacimientos como fenómeno inseparable de la urbanización, el desarrollo social y los derechos de las mujeres, había llevado a que el país tuviera tasas de natalidad cercanas o incluso inferiores a las de reemplazo, con la consecuencia que hemos analizado en las notas anteriores: un acelerado envejecimiento poblacional.
Las tendencias demográficas no se ven y no están en la primera plana de los periódicos. Son fenómenos de largo plazo sólo visibles a partir de miradas atentas y desprejuiciadas.
Y esas miradas detectaron que Canadá no podía seguir haciendo depender su futuro de la ceguera de quienes consideraban que sólo las personas de origen europeo eran dignas de valor y que las personas provenientes de regiones como Asia, Latinoamérica o África no sólo se integrarían perfectamente a la sociedad que las acogía sino que, además de su trabajo, su experiencia y su cultura aportarían algo invalorable: sus niños.
Ese es un factor que hoy más que nunca debemos tener en cuenta ya que es muy fácil (y muy peligroso desde el punto de vista de la cohesión social) visualizar a los y las inmigrantes como personas que llegan a un país a usufructuar algo que ya había, a aprovechar recursos pre-existentes y a competir con quienes llegaron antes.
Los y las inmigrantes aportan a las sociedades que los reciben su fuerza, sus conocimientos y sus capacidades. Pero quienes llegaron a Canadá a partir de los 70’s dieron de sí algo que el país necesitaba aún más: futuro y tiempo. Niños y niñas que amortiguaron y retrasaron en más de 15 años los efectos del envejecimiento poblacional y que hoy forman una parte vital de lo mejor que tiene el país que los recibió: su ciudadanía.
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