POR GILBERTO ROGEL* / TORONTO /
Algunos de mis buenos amigos y amigas en Canadá quizás no coincidirán conmigo sobre la esencia de este artículo; sin embargo, me siento obligado moralmente a dar mi opinión sobre uno de los momentos más polémicos que está atravesando mi país de origen, El Salvador, cuando el presidente de la República utiliza, tergiversa y retuerce la ley a su conveniencia, y fija en la mente de miles de personas que la democracia únicamente es la suma del 50 por ciento más 1 de los votos.
Lo cierto es que todos sabemos que democracia es mucho más que números. En una democracia moderna ningún órgano tiene prevalencia sobre el otro y pese a que en muchas ocasiones estemos en desacuerdo o totalmente en contra de esas decisiones, nada nos habilita para tomarnos la ley por nuestra cuenta, de lo contrario nos volvemos dictadores y esa historia ya la conocemos de sobra.
Y como se vio en El Salvador hace pocos días, el resultado fue una jugada política premeditada y dirigida por el mismo presidente Nayib Bukele junto a su mayoría de dóciles, obedientes y sumisos diputados en la Asamblea Legislativa contra otro poder de estado, al remover sin justificación jurídica a los jueces de la Sala de lo Constitucional de la Corte Suprema de Justicia; o sea, en palabras sencillas, un golpe de estado técnico, respaldado por una distorsión de la ley.
Para contexto de muchas personas que desconocen parte de este hecho, déjeme decirle que Nayib Bukele, el milenial que encabeza el gobierno salvadoreño desde hace más de 20 meses, llegó a la presidencia de la República no por casualidad, sino más bien como resultado esperado de las nefastas y corruptas gestiones de los dos partidos políticos (ARENA y FMLN) que monopolizaron el escenario político durante los últimos 30 años y que hundieron al país en la miseria, la desigualdad y la pobreza. Pero cuidado, esa libertad no es pretexto para violar las leyes como lo ha hecho este gobernante.
Por un lado Bukele, conocedor de las modernas artes de la comunicación política, capitalizó con éxito el descontento popular contra estas tradicionales élites políticas y logró cambiar la narrativa a favor de su proyecto político, logrando con ello que miles de personas en el interior y en el extranjero crean ciegamente en su discurso, pese a que la comunidad internacional, intelectuales, académicos y organizaciones civiles le cuestionan sus métodos antidemocráticos y la prepotente forma de querer adueñarse de todo el poder político.
Por ello, en días pasados una significante cantidad de líderes y gobiernos alrededor del mundo, entre ellos el Gobierno canadiense, hicieron eco de esta preocupación y expresaron su malestar por las acciones ilegales contra los jueces del máximo tribunal del país y, como era de esperarse, Bukele trató de acorralar al cuerpo diplomático extranjero brindando su versión de lo ocurrido. Pero es claro que muchos de los asistentes no se tragaron la píldora y mantienen sus ojos puestos en las futuras acciones de este gobierno, las cuales podrían ser todavía más antidemocráticas.
Uno de los aspectos en que debo coincidir con muchas de mis amistades es que la democracia es un sistema político totalmente impredecible, ya que por un lado en El salvador miles de personas aplauden y respaldan cómo un Bukele puede torcerle el brazo a la ley para interpretarla a su manera y hacerse con un poder casi ilimitado, mientras que en otros países, como Colombia, la población cansada de las estúpidas decisiones de su gobierno salió a las calles para demandar cambios estructurales en una sociedad injusta; y como respuesta, el presidente derechista ordenó una violenta represión contra los protestantes, cuyo saldo por el momento ha dejado decenas de muertos entre la población civil, y cientos de heridos.
No puedo dejar de pensar cómo estos dos ejemplos nos plantean un escenario bastante cercano: las democracias en muchos de nuestros países latinoamericanos pasan por momentos difíciles y de incertidumbre. Por un lado, el fantasma del autoritarismo-militarismo y la represión vuelven a correr abiertamente por nuestras calles; y por otro, líderes políticos populistas avivan las pasiones generalizadas y se agencian virtudes y cualidades irreales.
En esencia para muchos de ellas y ellos, la democracia como sistema de pesos y contrapesos no funciona, lo que realmente buscan es quedarse en el poder y controlarlo por más tiempo, los números son más importantes que las instituciones. Es tiempo de hacer valer nuestras voces y evitar que este mal siga propagándose por doquier.
*Gilberto Rogel es un periodista de origen salvadoreño radicado en Toronto, quien se especializa en temas políticos y de libertad de expresión en América Latina.
(“Meme” publicado en El Diario de Hoy)