POR GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ* / MANAGUA /
Varios elementos simbólicos rodearon la toma de posesión de Pedro Castillo como el nuevo presidente del Perú. El primero, el hecho de asumir el mismo día que su país celebró doscientos años de haber conquistado su independencia del dominio español. Pero más simbólico que la fecha es el origen rural del propio Castillo. El segundo elemento y significativo fue su indumentaria: un elegante traje muy similar al utilizado por Evo Morales durante su investidura como el primer presidente de Bolivia de ascendencia indígena, en 2005.
Por muy pequeños que sean, esos signos marcan el nuevo camino que América Latina desea recorrer, uno en el que los descendientes de los pueblos originarios recobren su dignidad y los derechos conculcados por tres siglos de dominio colonial y doscientos de republicanismo oligarca, elitista y excluyente.
Dentro de la indumentaria de Castillo destacaba su sombrero, típico de la región de Cajamarca, su lugar de origen. Un sombrero que evoca a otro –el sombrero alón de Sandino– que se convirtió en símbolo de rebeldía y de lucha contra el dominio colonial que Estados Unidos impuso a los países latinoamericanos desde finales del siglo XIX.
Castillo ha sido objeto de burlas y desprecio por su sombrero, que también representan su origen campesino y sus ideas progresistas. Ese escarnio por parte de las clases adineradas y elitistas peruanas revela la enorme contradicción que se ha vivido en el continente desde los primeros días de la independencia. Por un lado, esas élites oficialmente han promovido el orgullo y una identidad nacional fundamentada en valores y tradiciones propias de la población rural. Con ello promueven “lo típico”, se representa “la cultura nacional”, y se convierte en objeto de admiración turística. Pero cuando un representante de la población que vive y practica cotidianamente estas tradiciones, esta cultura, demanda derechos y el trato digno que merece todo ser humano, entonces es criticado y aborrecido. Es lo que está ocurriendo con Castillo ahora. Es el mismo fenómeno que experimentaron Hugo Chávez y Evo Morales, cuando representantes de los sectores oligarcas les llamaron “macacos”, simplemente por su origen popular, por no ser blancos.
Las palabras que pronunció durante su juramentación, dedicada a los olvidados y explotados de siempre, fueron otro signo de la ruptura del nuevo presidente peruano con el tradicional dominio político que hasta ahora habían conservado las élites: “Juro por Dios, por mi familia, por los campesinos, por los pueblos originarios, por los ronderos, pescadores, profesionales, niños, adolescentes, que ejerceré el cargo de presidente de la República en el periodo 2021-2026. Juro por los pueblos del Perú, por un país sin corrupción y por una nueva Constitución”. El nuevo mandatario también saludó a sus “hermanos codescendientes de los pueblos originarios. A mis hermanos ronderos, maestros, quechuas, aimaras, awajún, a los hermanos shipibos, conibos, afroperuanos”.
Más que un discurso más, sus palabras constituyen un reconocimiento a la naturaleza multiétnica y pluricultural del Perú. Pero también es poner evidencia que ya se encuentra agotado el modelo de Estado Nacional construido por las élites libero-conservadoras en los países latinoamericanos después de la independencia. Por eso no es algo casual ni mera coincidencia que en países tan disímiles como Bolivia, Chile, Perú y más recientemente Guatemala, haya surgido con tanta fuerza desde los sectores populares la demanda de refundar el Estado, de construir otro modelo de país. En muchos sentidos esta demanda es una continuidad de las luchas que grupos revolucionarios emprendieron en los años sesenta, setenta y ochenta del siglo pasado, que en última instancia lo que buscaban era construir sociedad más justas e inclusivas.
Ante esos cambios es evidente que los sectores oligarcas y de derecha no se quedarán de brazos cruzados. De hecho, ya comenzaron a torpedear y a poner obstáculos a Castillo al cuestionar a varios miembros de su gabinete, en especial a Guido Bellido, a quien se acusa de hacer “apología del terrorismo” por conmemorar en su página de Facebook la muerte de una guerrillera de Sendero Luminoso, grupo ahora desarticulado. También ha sido criticado acremente por expresar sus simpatías hacia el gobierno cubano. Ante ambos señalamientos, Bellido ha respondido que se enmarcan en la libertad de expresión a la que todo ciudadano tiene derecho.
Volviendo a los simbolismos de los sombreros de Sandino y de Castillo, no es esto lo único que une a ambos personajes y sus respectivos pueblos, sino las esperanzas y aspiraciones de construir países verdaderamente independientes y con menos desigualdades sociales. Son aspiraciones que también comparten los demás pueblos latinoamericanos.
*Guillermo Fernández Ampié es un periodista nicaragüense con doctorado en Estudios Latinoamericanos, quien actualmente es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).