POR GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ* / MANAGUA /
Este 15 de septiembre los países centroamericanos cumplen doscientos años de haberse declarado independientes de la Corona Española. A diferencia de las demás colonias iberoamericanas, Centroamérica, que por entonces se denominaba Capitanía General de Guatemala y que constituía una unidad política, no necesitó hacer guerras para lograr su emancipación. Este fue un hecho singular que se entiende porque quienes declararon la independencia fueron las mismas autoridades que representaban al poder colonial, y porque una vez realizado tan simbólico acto continuaron felices detentando los mismos cargos públicos.
Ciertamente la declaratoria de independencia desató fuerzas que no mucho después obligaron a un cambio de rostros en las autoridades, pero también es verdad que en términos socioeconómicos no representó modificación sustantiva de las condiciones de vida de los sectores subalternos más explotados: los indígenas y sus descendientes. Obviamente tampoco cambió la vida “de inmoderados lujos” que disfrutaban las élites.
La conmemoración de este septiembre bicentenario es una buena oportunidad para reflexionar qué tanto han cambiado las condiciones de vida del grueso de la población. Un buen inicio para realizar este ejercicio es preguntarse qué modelo de sociedad esperaban construir los personajes que declararon la independencia, “los próceres que nos dieron patria”, según se enseña en las escuelas conforme un manido discurso escolar que al parecer aún se repite en muchos lugares.
¿Qué proyectos se pusieron en juego en esos convulsos años? ¿Y qué tanto se ha logrado desde entonces? ¿Qué tan independientes son los centroamericanos en la actualidad? ¿De qué nación gozan doscientos años después? Las respuestas que nos demos a esas inquietudes también podrían ayudarnos a comprender la realidad actual de la región, las sangrientas guerras que se experimentaron hace cuatro décadas, y los levantamientos campesinos e indígenas como los que aún marcan la historia en El Salvador y Guatemala en el siglo XX.
Si vamos al fondo del asunto nos llevaremos una gran decepción porque a los afamados próceres, esos señores cuyas imágenes los niños dibujan con tanta devoción en las escuelas primarias, tenían como principal interés continuar gobernando ellos mismos. La vida del prójimo indígena o del campesino pobre y analfabeta parecía tenerles sin cuidado. La independencia se pensó como un cambio para que no cambiara nada en términos sociales. En Guatemala, las distintas leyes que obligaban a los indígenas para trabajar para los hacendados, aunque pudieron cambiar de nombre, no variaron en su sustancia y se mantuvieron vigentes prácticamente hasta mediados del siglo XX. La rebelión de campesinos e indígenas ocurrida en 1932 en El Salvador, que en algunos textos se presenta como “una revuelta comunista”, tuvo entre sus principales demandas que los patrones no dieran a sus trabajadores frijoles podridos como alimento. Un salario digno, una vida digna, fue todo lo que pedían… y terminaron fusilados.
Así que la famosa modernización liberal que experimentó la región a finales del siglo XIX tampoco significó algún cambio sustantivo en la vida de los más pobres. El proyecto de Estado o de nación que impulsaron estos segundos próceres tampoco incluía a los sectores más empobrecidos. ¿Qué nación, qué Estado, qué modernidad podía construirse con más del 50% de la población analfabeta? ¿Qué democracia, qué derechos, pueden defenderse cuando no se sabe leer ni escribir?
Para transformar esa situación los pueblos se rebelaron en la década de los años setenta y ochenta del siglo XX. Sus reclamos fueron apagados a punta de balas y sangre gracias a la ayuda militar contrainsurgente que con tanta generosidad y empeño invirtió la administración estadounidense, entonces encabezada por el republicano Ronald Reagan. Así llegamos a los años noventa, cuando se impuso una democracia que hizo felices a las viejas y nuevas élites, incluyendo al alto clero. Pero, otra vez, como ocurrió después de declararse la independencia y durante la modernización liberal, con la democracia no llegó bienestar para las mayorías. La región se convirtió en el reino del neoliberalismo y los tratados de libre comercio, y como en el siglo en el siglo XIX, cuando se habían generosas concesiones de tierras a ciudadanos extranjeros, los flamantes demócratas malbarataron los pocos bienes estatales a favor de transnacionales extranjeras.
A los trabajadores desempleados, entonces más empobrecidos que nunca, no les quedó más camino que buscar vida en otros lugares, muy lejos y muy distintos de su patria… de esa patria legada por próceres independentistas que al parecer no era para ellos. Y así hemos visto desfilar las multitudinarias caravanas de migrantes.
Al ver las imágenes de ese obligado destierro, me he preguntado: ¿esa fue la patria que imaginaron y soñaron los próceres? Vuelvo a la pregunta que hice párrafos atrás, ¿qué tan independiente es Centroamérica que no puede dar empleo, salud ni educación de calidad a sus ciudadanos, ni buena alimentación (a pesar de que sus tierras siguen siendo fértiles)?
Al cumplirse 200 años de independencia quizás ya sea hora de refundar los actuales Estados centroamericanos, tal como sugieren los movimientos populares desde Guatemala.
*Guillermo Fernández Ampié es un periodista nicaragüense con doctorado en Estudios Latinoamericanos, quien actualmente es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).