GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ* / MEXICO /
En los últimos días dos naciones sudamericanas –Bolivia y Chile– realizaron importantes ejercicios democráticos que se supone deberían ser celebrados por todos aquellos sectores que dicen amar y defender la democracia como la mejor y más civilizada forma de gobierno. Sin embargo, en una rápida revisión de diferentes medios internacionales no se encuentran muestras de que se haya despertado mucho entusiasmo tras conocerse los resultados de dichos procesos.
Todo lo contrario, pueden encontrarse comentarios en los que se intenta descalificar la decisión soberana de los pueblos bolivianos y chileno. Y no es para menos, pues en ambos países predominó el genuino interés de las mayorías por encima de las tradicionales élites gubernamentales, los grandes empresarios y sus contrapartes del gran capital internacional.
Para comenzar, los resultados de las elecciones en Bolivia fueron un batacazo que decepcionó a todos aquellos que celebraban el supuesto retorno a la democracia, incluida la Organización de Estados Americanos, después de contribuir al derrocamiento, golpe de Estado de por medio, del gobierno del presidente Evo Morales, a quien acusaron de encabezar una dictadura y de intentar un fraude electoral para perpetuarse en el poder.
El triunfo de Luis Arce y David Choquehuanca, candidatos a la presidencia y vicepresidencia del país por el Movimiento al Socialismo-Instrumento Político por la Soberanía de los Pueblos (MAS-IPSM), el partido de Morales, con el 55% de los votos, es un rotundo mentís a quienes afirmaron que lo que se prefiguraba como el triunfo de ese mismo partido hace un año era resultado de oscuros manejos de los votos y un criminal desconocimiento de la voluntad popular. También constituyen una sólida reivindicación de Morales, cuya vida estuvo en peligro en esos años tras las declaraciones de Luis Almagro, el secretario general de la OEA, y las amenazas de los jefes del ejército boliviano que aprovecharon la oportunidad para volver a las conocidas y tristemente recordadas andadas de los viejos militarotes latinoamericanos.
Tras esos resultados, que dejaron en evidencia cómo la institución panamericana, y en especial el señor Almagro, se han prestado y han contribuido como eficaces instrumentos para desestabilizar a gobiernos que no son del agrado de los gobernantes estadounidenses ni del gran capital internacional. ¿Con qué autoridad moral va a presentarse ahora la OEA a supervisar u observar otras elecciones en otros países latinoamericanos, ansiosos de cambios socioeconómicos?
Tras conocerse los resultados de las presidenciales en Bolivia la credibilidad de la OEA y su secretario general como observadores imparciales quedó en añicos, y parece imposible su recomposición.
El otro resultado electoral que ha hecho fruncir el ceño y ha dejado un mal sabor de boca a las élites latinoamericanas, sus amigos y asociados del gran capital internacional y en las altas esferas del gobierno estadounidense, es el del plebiscito celebrado el pasado fin de semana en Chile. La abrumadora victoria a favor de la redacción de una nueva Constitución, que obtuvo el 78% de los votos, pondrá fin al marco constitucional creado durante la criminal dictadura de Augusto Pinochet. Esto sin duda es otro gran paso para consolidar y profundizar los procesos democráticos latinoamericanos y procurar que respondan a las necesidades más sentidas de la mayoría de la población, en especial de aquellos sectores que han sido burlados por las promesas de progreso y bienestar económico.
Los resultados del plebiscito chileno son tan aleccionadores que incluso podrían servir de inspiración y ejemplo para otros pueblos, como los del Estado Español, que aún siguen restringidos a una constitución creada conforme la voluntad de Francisco Franco, otro dictador tanto o más criminal que el propio Pinochet.
Sin embargo, pese a su importante significado, los triunfos electorales de los sectores populares y progresistas en Bolivia y Chile son sólo pequeños pasos en dirección a la construcción de modelos de democracia que subsanen las debilidades e inconsistencias que ha tenido hasta ahora el ejercicio de ese modelo, especialmente en lo que se refiere a la atención y la responsabilidad social con esos sectores mayoritarios, normalmente menos favorecidos en términos económicos. En otras palabras, estamos ante procesos que se orientan a darle un contenido mucho más sustantivo a la idea de democracia y un sentido más eficaz a su práctica, que hasta ahora se ha limitado al rito de depositar un voto cada cierto tiempo, y que a final de cuentas resultaba en la elección de “representantes” que podían hacer cualquier cosa menos responder a las demandas más sentidas de sus votantes.
De esta manera, ambos resultados también demuestran que la democracia no se instaura, no se inaugura, ni se restaura con la elección de un gobierno, sino que es una construcción permanente y que cada país la tendrá que construir atendiendo a su propia realidad, según sus propios términos, conforme sus tiempos y sus propias dinámicas.
*Guillermo Fernández Ampié es un periodista nicaragüense con doctorado en Estudios Latinoamericanos, quien actualmente es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).