POR LUISA MONCADA* / TORONTO /
San Salvador es horrible, y la gente que la habita, peor, es una raza podrida, la guerra trastornó todo… Todos quisieran ser militares, todos serían felices si fueran militares, a todos les encantaría ser militares para poder matar con toda impunidad, todos traen las ganas de matar en la mirada, en la manera de caminar, en la forma en que hablan, todos quisieran ser militares para poder matar, eso significa ser salvadoreño, según el escritor Horacio Castellanos Moya
“Claramente se ve que uno de ellos estaba comiendo papitas con kétchup”, se burla por su parte el presidente de El Salvador, Nayib Bukele, en su cuenta de Twitter. El mandatario, que hasta el día de hoy goza de márgenes de popularidad superiores al 80%, escribió esta frase el pasado 1 de abril. Él citó una publicación que su Policía Nacional Civil hizo: en un piso de tierra aparecen los cuerpos de 2 supuestos pandilleros semidesnudos, con sangre en sus rostros y golpes en sus cuerpos. La salsa de tomate a la que hace referencia uno de los presidentes mejor evaluados en Latinoamérica, es sangre. Sus seguidores le aplauden, felicitan y se ríen con él.
El Salvador registró el último fin de semana de marzo casi 90 asesinatos. Los cadáveres, que se contaban en cada rincón del país, se convirtieron en una prueba más de que el Plan de Control Territorial de Bukele, no es más que una mentira sostenida con sendas –y costosas- campañas propagandísticas. Las pandillas siguen teniendo el control suficiente para poner en jaque al gobierno, y para seguir llenando las calles de cadáveres.
Sin embargo, Bukele -que como presidente es un gran publicista- encontró en este mar de sangre una nueva oportunidad para consolidar su apoyo popular: reprimiendo, restringiendo derechos constitucionales y sembrando más odio entre los que lo defienden y quienes -con un poco más de sentido común- somos conscientes de que la militarización de la seguridad pública no ha dado buenos resultados en ningún país de Latinoamérica.
En una semana, la Asamblea Legislativa, genuflexa ante la figura del presidente, decretó estado de excepción, modificó el Código Penal para quintuplicar la pena de cárcel por pertenecer a pandillas, reformó la Ley Penal Juvenil para que a los niños mayores de 12 años que sean considerados pandilleros se les juzgue como adultos. Y creó una Ley de Recompensas para premiar a aquellos que acusen a supuestos delincuentes.
Todo esto acompañado de una ola de detenciones sin precedentes. 5,000 personas más duermen hoy tras las rejas, en un país que ya tenía la segunda tasa más alta de presos per cápita del mundo, un sistema totalmente precario que subsiste al borde del colapso con un 350% de sobrepoblación penitenciaria. Cárceles que históricamente solo han servido para acumular personas, pero no para reinsertarlas en la sociedad y mucho menos para hacer justicia.
El mandatario ha dado vía libre a los policías y militares para asesinar a aquellos que consideren que son pandilleros, bajo la excusa de que “se resistieron al arresto”, y se jacta de esto replicando, cual si se tratará de una competencia sangrienta, cada foto de supuestos pandilleros asesinados o golpeados hasta el cansancio por sus fuerzas de seguridad. Sus seguidores, quienes dicen ser “buenos ciudadanos, honrados y correctos”, aplauden cada una de estas publicaciones. Él solo repite la fórmula que durante más de 25 años ha demostrado ser un fracaso: represión sin prevención.
A quienes aprueban al presidente, parece no interesarles que él se negó a extraditar a Estados Unidos a dos de los cabecillas más peligrosos de la Mara Salvatrucha, las sendas denuncias de detenciones arbitrarias, la impunidad que caracteriza al sistema judicial salvadoreño, las investigaciones periodísticas que dan fe con pruebas irrefutables de que la actual administración pactó con las pandillas una disminución de homicidios, ni que una vez más las pandillas demuestren que pueden llenar las calles de cadáveres con una sola orden. No, la gente está contenta por que ve sangre, sangre de quienes consideran sus enemigos.
Cada vez más, el capital político de Bukele demuestra estar sostenido en algo que la sociedad salvadoreña nunca ha querido enfrentar: su descarada forma de privilegiar la violencia para solventar cualquier conflicto y su cultura que la legitima y justifica, su falta de salud mental y su reinante intolerancia; las pandillas solo son una consecuencia de todo esto. El Salvador es un país que siempre ha creído que sembrando muertos podrá cosechar la paz.
*Luisa Moncada es una periodista de origen nicaragüense radicada en Toronto, con especialización en periodismo televisivo y con una fuerte pasión por la defensa de la libertad de expresión en el continente.