POR FRANCISCO REYES / TORONTO /
Para la gran mayoría de los seres humanos, la muerte de una madre no se compara con otras muertes. Así lo experimentamos desde la perspectiva antropológica y cultural de todas las sociedades.
Hoy me ha tocado sentir esa ausencia inevitable acompañada de una sensación de vacío existencial.
Mi madre, Casilda Guzmán de Reyes (20 de mayo 1929- 1 de enero 2022), conocida cariñosamente como DOÑA CA, ha fallecido debido a complicaciones relacionadas con su avanzada edad, según el parte médico, después de haber tomado todas las medidas de seguridad, que nos ayudó a evitar el contagio con el virus del Covid-19.
Hablar de mi madre conllevaría a escribir un libro, pero debo limitarme al espacio de este medio de prensa, para referirme solamente a los últimos días que pude pasar junto a ella, en la ciudad de Peterborough, Ontario, Canadá, el pasado mes de noviembre.
Fueron dos semanas en que tuve que cuidar de ella, debido a las vacaciones de mi hermana mayor. Prepararle los alimentos, administrarle los medicamentos, acompañarla hasta la puerta del baño para que tomara la ducha. En la noche llevarla a dormir, cubrirla bien para que no sintiera frio y levantarme cada madrugada cuando se quejaba del dolor.
La rutina de esos días me acercó más a ella para devolverle el amor que ella me había dado desde que me llevaba en su vientre. Recuerdo que me dijo: “Un día te voy a pagar todo lo que has hecho por mí”. Me dio risa y le respondí: “Mamá, no me debes nada y te lo debo todo, porque no hay fortuna material en este mundo para pagarle todo cuanto hiciste por mí”.
Al conocimiento llegué por ella. A la práctica de las virtudes cristianas llegué por ella. A la poesía llegué por ella, al cantarme canciones de cuna y recitarme poemas de la niñez. Ella fue, sin darse cuenta, mi primera maestra de literatura, quien me condujo hasta la puerta del placer estético, en particular.
Esas dos semanas fueron de reconstrucción del pasado, de revolver los archivos de la memoria, quedarme con las mejores vivencias que tuve a su lado. De lo que debe perdurar en mi conciencia y en mis sentimientos por el resto del tiempo que me queda sobre la tierra.
En mi corazón hay una mezcla de sentimientos confundidos. Mucha tristeza, pero también mucha alegría y gozo interior de haber nacido del vientre de una madre a quien muchos que no eran sus hijos, terminaron acostumbrándose a llamarla “Mama CA”.
Nuestro barrio en Santiago de los Caballeros, Republica Dominicana, está de luto. Es lo que nos han dicho los vecinos de allá. Una muestra de cariño y del respeto ganado por su participación en su activismo a través de las comunidades de base cristiana de nuestra parroquia. Porque en su mesa siempre había un pan los hambrientos y en su armario un abrigo o un vestido para quien los necesitara.
También en Canadá, amigos y relacionados se han unido al dolor familiar, y les mostramos el agradecimiento. Su funeral fue privado la semana pasada en la ciudad de Peterborough, debido a restricciones de salud. Le sobreviven sus otros hijos Altagracita, Vicente (Cuqui), Mercedes, Candy, Claritza, Iván y Carlos Felipe, nietos y bisnietos.
El mejor homenaje que puedo rendirle es este poema, el único que he podido escribirle:
ELEGÍA A LA MUERTE DE MI MADRE
Tengo la mirada suspendida en el abismo
Por el fallecimiento de la madre mía.
En la impotencia me abate el paroxismo
De la angustia y la melancolía.
Jamás había sorbido tanta ausencia,
Tanto vacío a indescriptible en el corazón.
El dolor me atenaza existencia,
La carne, el sentimiento, la razón.
No lamento la pequeñez de tus virtudes
Pero celebro la grandeza de tus fragilidades,
Porque en medio de las vicisitudes
Triunfaste sobre las debilidades.
En esta noche azul de aparente calma
Un enjambre de abejas siderales
Liba el polen invisible de tu alma
Para llevarlo a las colmenas celestiales.
Mi voz se extingue entre silencio y llanto
Que se convierten en ríos de pesares.
Y este será para ti mi último canto
Que escucharás dormida en otros mares.