POR GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ* / MEXICO /
Los resultados de las elecciones efectuadas el pasado domingo 11 de abril en Ecuador, Perú y Bolivia dejaron más de una sorpresa a los interesados en la vida política y social de los países latinoamericanos. En las dos primeras naciones la justa fue para determinar quién gobernará en los próximos años; el proceso electoral boliviano fue un balotaje de carácter regional para definir a los gobernantes de cuatro importantes departamentos, incluidos el de La Paz, donde tiene su sede la capital del país.
En términos generales los tres procesos fueron saludados como un notable y limpio ejercicio democrático y los contendientes aceptaron los resultados sin cuestionamientos. Pero una de las primeras reflexiones que puede hacerse, más allá de estas experiencias particulares, es si realmente son justos y equitativos los procesos electorales que se realizan en los países latinoamericanos, sobre todo cuando está en juego no sólo el nombre de quien gobernará al país, sino al carácter del gobierno que se establecerá.
En las más recientes décadas hemos visto la pugna entre dos fuerzas políticas antagónicas. Por un lado, las que desean conservar a toda costa un estado de cosas injusto e insostenible, frente a quienes se proponen crear las condiciones necesarias para que los sectores históricamente marginados y empobrecidos puedan construir la vida digna, con acceso a servicios sociales de calidad, que debería gozar todo ser humano.
Así las cosas, la pregunta latente entre buena parte de los latinoamericanos no es tanto si existe o no democracia en sus países, sino si esa democracia responde a las necesidades más urgentes de los más desfavorecidos, o si continuará privilegiando a los históricamente privilegiados. En este sentido, cada vez que surge una alternativa política de carácter popular debe enfrentar a los grupos económicos tradicionalmente hegemónicos y sus poderosos aliados internacionales, quienes no tendrán ningún reparo en recurrir a cualquier medio con tal de evitar el cambio.
Así lo vimos en Brasil, donde ha quedado claro que los juicios contra el expresidente Lula tenían el propósito de impedir que se presentara como candidato presidencial en 2018. Lo mismo ocurrió con Rafael Correa, perseguido judicialmente tras ser acusado de corrupción en un controvertido caso. En ambos países la judicialización de la política es evidente. Por eso resulta legítimo preguntarse si los procesos electorales latinoamericanos son realmente justos, equitativos, libres y transparentes.
En cuanto a los resultados del fin de semana, a contrapelo de los pronósticos, los ecuatorianos favorecieron a Guillermo Lasso, un banquero conservador, miembro del Opus Dei, férreo opositor a las demandas de las mujeres a decidir sobre sus cuerpos, que además asegura “no creer en ideologías”. Pero, más allá de sus declaraciones, habrá que ver si su gobierno atenderá las necesidades más urgentes de sus conciudadanos más empobrecidos o si favorecerá principalmente al sector empresarial de donde proviene. Sus más severos críticos lo ven como “la reencarnación del neoliberalismo y la oligarquía”.
En Perú, que en los últimos cinco años ha enfrentado crisis tras crisis, el candidato más votado de los 18 que se presentaron fue Pedro Castillo, maestro de escuela primaria y sindicalista, aunque no alcanzó el porcentaje necesario para acceder a la silla presidencial. Esto se decidirá en la segunda vuelta, a realizarse en un mes, donde enfrentará a Keiko Fujimori, hija del expresidente Alberto Fujimori.
Los símbolos que representan a estos candidatos dan muy buena idea de sus proyectos e intereses. El de Castillo es una bandera roja atravesada por un lápiz de grafito. Su partido, Perú Libre, se define como marxista-mariateguista (en homenaje al pensador José Carlos Mariátegui), latinoamericanista y antimperialista, rechazan ser comunistas, y dicen representar a los peruanos históricamente olvidados. En contraparte, la bandera de Fuerza Popular, el partido de Keiko -que sigue las huellas derechistas y neoliberales de su papá-, es representado por un círculo naranja con la letra inicial del nombre de su candidata en el centro.
Finalmente, en Bolivia, los resultados fueron adversos para el partido del expresidente Evo Morales. De los presidentes departamentales electos, destaca Santos Quispe, hijo de Felipe Quispe, líder indígena y exguerrillero recién fallecido, mejor conocido como el “Mallku” (palabra aymara que en tiempos prehispánicos designaba a la máxima autoridad de la región). Médico general egresado de la Escuela Latinoamericana de Medicina, con sede en Cuba y fundada por el entonces presidente Fidel Castro, Quispe hijo ha sido cuestionado por no presentar su plan de gobierno departamental. Su respuesta a estos señalamientos ha sido que el programa fue elaborado por su padre, el famoso y respetado Mallku, y que él sólo le dará cumplimiento. Algunos analistas ven en su elección la voluntad indígena de ser gobernados por una persona aún más cercana a sus propios intereses y condiciones de vida, lo que en el fondo es también darle un significado más sustantivo a la democracia.
*Guillermo Fernández Ampié es un periodista nicaragüense con doctorado en Estudios Latinoamericanos, quien actualmente es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).