GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ / TORONTO /
A finales del año pasado, durante un acto en el caserío El Mozote, donde en diciembre de 1981 la Fuerza Armada de El Salvador perpetró una de las más atroces masacres de las múltiples que cometió durante la guerra civil, el presidente Nayib Bukele expresó que cuando ocurrió ese hecho él tenía tan solo cuatro meses de vida. “Era un recién nacido”, dijo. Después agregó, literalmente: “por eso no vengo a pedir perdón, no tendría por qué. En todo caso, que pidan perdón los asesinos que causaron esa masacre”.
Con tal afirmación el mandatario salvadoreño reveló que a veces olvida su importante investidura, que pasa por alto que al hablar en esos actos oficiales lo hace -debe hacerlo- como la máxima autoridad de El Salvador, en representación del Estado, no en representación de su persona. No tendría que confundir los papeles, algo que al parecer ocurre con mucha frecuencia.
Pero en algo tiene razón. En esos años él era un bebé, ensuciaba los pañales y se alimentaba feliz y seguro, ajeno a la guerra civil que afectaba a la mayoría de la población salvadoreña, incluyendo otros bebés y otros niños, como los asesinados en El Mozote y otros sitios por los militares salvadoreños entrenados por asesores estadounidenses.
No dudo que el presidente Bukele haya leído o haya escuchado, tal como lo ha comentado en más de una ocasión, de los horrores del conflicto bélico, de la desaparición de personas y otras atrocidades cometidas por los escuadrones de la muerte, de los bombardeos y de las ejecuciones extraoficiales realizadas por las fuerzas “de seguridad”. Sin embargo, “no es lo mismo verla venir que platicar con ella”, dice un reconocido adagio centroamericano. Por tanto, no es lo mismo que lea o le hayan contado del terror a la represión que sentir ese terror, o el temor que se experimentaba frente a un uniformado que tenía derecho a quitarte la vida sólo por considerarte sospechoso de ser “subversivo” o “comunista”. Eso jamás podrá experimentarlo el presidente.
Por esto mismo puede entenderse que él e importantes funcionarios de su equipo de gobierno realicen declaraciones que a todas luces resultan irresponsables, que atizan las brasas del fuego de la guerra, cuyas cenizas aún no terminan de enfriarse y cuyas cicatrices aún arden.
Podrá parecerles divertido o muy audaz apostar a la polarización política para hacer campaña electoral y lograr así el control del poder legislativo. Pero los cálculos pueden salir muy mal. Se entiende que lo hagan, puede comprenderse, pero no tienen derecho a hacerlo, ni él ni sus colaboradores. Las consecuencias podrían ser fatales. ¿Quién tiene la certeza de salir indemne si llegara a desatarse nuevamente el monstruo de la violencia política? ¿Es lo que conviene al país? ¿Es lo que está buscando? Pareciera que sí, lamentablemente.
El asesinato de dos simpatizantes del partido FMLN el pasado fin de semana no puede ser tomado tan a la ligera. Y no se asume una actitud seria cuando se sacan conclusiones y se hacen afirmaciones o acusaciones sin ningún fundamento, sin que se haya realizado investigaciones exhaustivas. Por otra parte, también resulta de una mezquindad absoluta tratar de sacar réditos políticos o convertir en campaña electoral esas muertes. Tan dolorosos hechos son ante todo una primera y muy clara campanada del derrotero que podría tomar la polarización política si continúa creciendo. También es una clara señal de que aún sigue palpitante el huevo del terrorismo que con tanta impunidad reinó en los años ochenta del siglo pasado.
La advertencia es para todos los salvadoreños y las salvadoreñas, con independencia de la edad que tenían cuando en las calles se vivía y se sufría la guerra, hace ya más de tres décadas. Incluso para aquellos que nacieron después de la firma de los Acuerdos de Paz, que sirvieron precisamente para que esas nuevas generaciones no nacieran ni vivieran bajo un conflicto bélico, y aunque sólo hayan servido para eso ya es bastante. Mucho, en realidad.
Por esto mismo, además de la advertencia que significan las muertes del domingo pasado, alguien también debería advertir al presidente Bukele, muy personalmente, que es muy peligroso jugar con fuego, y peor aún con el de la guerra. Los salvadoreños mayores de cuarenta años deben tener muy vivos esos recuerdos, aunque el presidente, efectivamente, no tenga por qué. Que sepa que no se puede gobernar un país como si se tratara de un juego de Nintendo, ni se deben correr riesgos como si se está frente a un PlayStation, como los que probablemente disfrutó en su infancia y adolescencia. De lo contrario, las consecuencias serían muy tristes, mucho más tristes de lo que seguramente se sienten muchos/as salvadoreños/as que, tras celebrar unos días sin muertes por la violencia de la delincuencia común, ahora deben lamentar la pérdida de dos vidas por violencia política.
*Guillermo Fernández Ampié es un periodista nicaragüense con doctorado en Estudios Latinoamericanos, quien actualmente es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).