GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ / MEXICO /
El pasado 11 de agosto se realizó la segunda vuelta del proceso electoral por la cual los guatemaltecos decidieron quién será su gobernante durante los siguientes cuatro años. Los candidatos fueron el ‘centroderechista’ Alejandro Giamattei y la socialdemócrata Sandra Torres. Los resultados no fueron una sorpresa: Giamettei obtuvo el 57.9% de los votos emitidos; Torres recibió el 42%. De los inscritos en el padrón no votó ni la mitad. Según datos ofrecidos por el Tribunal Electoral, de los ocho millones de ciudadanos llamados a votar, más de la mitad, el 57% no acudió a la cita con las urnas.
En otras palabras, al nuevo presidente de Guatemala lo eligió únicamente el 23% del electorado inscrito. Esto dice mucho de la calidad de la democracia guatemalteca, pero no lo podremos abordar en esta breve columna. Basta recordar la caracterización que hizo de las democracias centroamericanas el insigne sociólogo Edelberto Torres Rivas, precisamente de nacionalidad guatemalteca, cuando las calificó como “democracias malas”. Es decir, que no sirven; no funcionan para el beneficio de los propios ciudadanos centroamericanos, hecho que tampoco parece preocupar a los países hegemónicos ni a las instituciones internacionales que constantemente hablan de promover la democracia en aquellos países que según sus propios criterios no son democráticos.
Estas elecciones fueron las décimas que se realizan en Guatemala desde que el país se “democratizó” en 1985, según la jerga oficial del establishment político nacional e internacional dominante. En 1986, según un informe de la CEPAL, el 54% de los hogares urbanos y el 75% de las zonas rurales vivían en situación de pobreza o indigencia. Un par de décadas después, el Banco Mundial indicó que el porcentaje de la población guatemalteca empobrecida en el país ascendía al 62%, según un informe publicado en 2009. Cinco años más tarde, en el 2014, otra vez la CEPAL señaló que el 59.3% de los guatemaltecos era pobre.
Una cifra más actualizada la ofreció el diario Prensa Libre, a partir de una encuesta realizada en los días previos a las elecciones. Según sus datos, el 59% de la población no puede satisfacer sus necesidades básicas para sobrevivir. En las zonas rurales, la cifra asciende al 80%. El diario, cita además a un funcionario del PNUD que ratifica esos datos, y detalla que el 46.5 % de los niños guatemaltecos menores de cinco años sufren de desnutrición crónica.
Tales datos sólo confirman el hecho de que el rito de depositar un voto cada cuatro años para elegir al gobernante no se ha traducido en un cambio significativo en las condiciones de vida de la mayoría de los guatemaltecos. Eso explica claramente la apatía frente a la campaña de los políticos y el abstencionismo en las pasadas votaciones. ¿Para qué votar si nada ha cambiado desde que el país es ‘democrático’?, parece ser la reflexión que se hacen los guatemaltecos previos a las elecciones.
Esas cifras, sumadas a la violencia y la inseguridad cotidiana, también explican el alto número de ciudadanos que deciden abandonar Guatemala. Porque, ¿quién quiere vivir en un país que pese a sus posibilidades productivas y la belleza de su geografía no ofrece oportunidades para alimentar a los hijos? ¿De qué sirve una democracia que no es capaz de generar empleos que garanticen un salario con el cual vivir dignamente, garantizar alimentos, educación, vivienda y salud para la familia?
Por eso también resulta válido preguntarse: ¿representará algún cambio positivo para los empobrecidos guatemaltecos el gobierno de Giamattei? Las cifras del abstencionismo también indicarían que no existe ninguna expectativa de que eso vaya a ocurrir.
Otros datos que se han conocido tampoco contribuyen a modificar ese augurio. Según analistas guatemaltecos, el presidente electo y el círculo que le rodea pertenecen y representan a los sectores políticos, económicos y sociales que se benefician con el hecho de que la pobreza afecte a más de la mitad de sus conciudadanos, y de lo cual también tienen gran responsabilidad. Entre ellos se cuentan inversionistas con negocios no totalmente claros, exmilitares corresponsables de la represión contra la población más pobre cuando exige que cambien las cosas; y hasta uno que otro oscuro personaje señalado de tener vínculos con grupos relacionados con el narcotráfico.
Por consiguiente, son muy pocas las probabilidades que el rostro de Giamattei, quien es médico de profesión, signifique en verdadero cambio de la dura y triste situación que viven sus conciudadanos. Por lo que ha hecho y dicho hasta ahora parece que entre sus especialidades no tiene la receta para sanar a Guatemala de la pobreza que le aqueja, ni para detener el sangrado migratorio que sufre. Y tampoco parece tenerla para eliminar la severa desnutrición que sufre el futuro del país que son sus niños.