FRANCISCO REYES / TORONTO /
A principio de la década de 1930, los vientos de guerra empezaron a soplar por los cuatro puntos cardinales presagiando el advenimiento de la Segunda Guerra Mundial en Europa.
Filósofos como Nietzsche, Sartre y Camus bramaban pesimismo en un ambiente político y social que hacía apenas unos 15 años se sobreponía de la vorágine de la primera gran conflagración en ese continente.
Con esos pensadores, el pesimismo abría la brecha a una de las corrientes filosóficas más perniciosas en términos de la existencia: el nihilismo. Al tal extremo, que Sartre identificó al Ser con la Nada, justificando el suicidio, que encontró en las juventudes europeas y norteamericanas a sus mejores y consecuentes discípulos.
La tasa de suicidio cometido por jóvenes antes, durante e inmediatamente posterior a la guerra fue alarmante, sin parangón con otras épocas históricas.
Hoy por hoy, los escritos de Nietzsche, Sartre y Camus se tienen como muestras del desaliento que se apodera de los escritores, cuando no ven salidas favorables a los problemas. Algunos de ellos, como “El Extranjero”, de Camus, terminaron “infectando” el cine entre los 1960 y 1970.
Quizás haya sido el novelista alemán Hermann Hesse, seguro de que la guerra era inevitable, el que más luz arrojó sobre esos jóvenes en sombra a los que les aguardaban los campos de batallas para morir por ideales utilitaristas que hoy son enteramente cuestionables, dado que fueron impuestos por el ganador de la guerra: Estados Unidos.
Léase de ese autor la novela “Siddhartha”, a pesar de su obra sombría “El Lobo Estepario”.
Cuestionables, porque los victoriosos sobre Alemania y Japón arremetieron luego contra los jóvenes pensantes y rebeldes del Tercer Mundo, que ansiaban acabar con la opresión y la pobreza. Y, como en el caso de África, con el colonialismo.
Desde finales de los 1940 a la década de 1980, los servicios de espionajes de EEUU y sus aliados de américa Latina, África y el Sudeste asiático lanzaron sus cacerías llevando a las tumbas a miles de jóvenes, graduados ya profesionalmente o haciendo carreras universitarias. También, a líderes juveniles obreros y campesinos que, a diferencia de la juventud desesperanzada de Europa y EEUU, querían lo mejor para sus respectivos pueblos y se inmolaron por ellos.
En los últimos 70 años hemos atravesado caminos difíciles en la Historia. En América Latina, por ejemplo, ensombrecieron el optimismo. Los más pobres del continente no veían (ni ven) la solución a sus problemas del hambre, llenos de desaliento. Pero había jóvenes comprometidos con la causa de los pobres.
En tiempos difíciles cuesta mantener la esperanza. Donde todo parece sucumbir, el discurso de la esperanza suena hueco. Se lo lleva el viento. Lo repiten ahogados los disparos de los fusiles.
Estos nombres de jóvenes comprometidos quizás sean familiares para que se comprenda que lo último que el ser humano deberá perder es la esperanza: Eliezer Gaetán. Néstor Paz Zamora, Camilo Torres, Ernesto Guevara, Farabundo Martí, Roque Dalton, Germán Pomares, Edwin Castro, Francisco Caamaño Amaury Germán Aristy, y unas líneas en blanco para que cada cual añada los que he dejado de mencionar.
Las guerras civiles, los alzamientos guerrilleros, las protestas estudiantiles terminadas en masacres, son indicadores de que había que mantener la esperanza por encima del humo de la pólvora. Pero también a la par con la lucha pacífica de jóvenes pertenecientes a las Comunidades de Bases Cristianas (CBC), cuyas vidas estuvieron también en peligro por predicar un Evangelio comprometedor.
Nos encontramos en la etapa del hiper imperialismo (como lo bautizó el Premio Nobel John Le Carré) solidificado tras las ocupaciones de Afganistán e Iraq. La balanza del poder ha perdido su equilibrio. Las consecuencias de esas intervenciones están ahí, con los extremistas islámicos que siguen sembrando el terror donde se les antoje.
Las transnacionales han ganado con los acuerdos de libre comercio. Son gobiernos autónomos dentro de los estados más pobres. Sobornan a mandatarios y congresistas. Destruyen el medioambiente. Los gobiernos de derecha se alían a ellas. Los modelos políticos socialistas parece que se agotan. Pero eso no es óbice para que contagiemos a los pesimistas con el discurso de la esperanza.
La aparición de las redes sociales ha interconectado a las organizaciones populares, que se levantan contra todo lo que degrada al ser humano, incluyendo la destrucción del medioambiente. Ambas han revivido la esperanza perdida en las décadas de 1970 y 1980.
La celebración, del Segundo Congreso Mundial de las Organizaciones Populares, hace meses, en Italia, con la presencia del Papa Francisco y la participación como un miembro más de Pepe Mujica, ex presidente de Uruguay, encierra la certeza de que aún no han matado la esperanza.
Estamos en tiempos difíciles. Pero no son los peores que ha vivido la humanidad. Es necesario unirnos a los que confían y luchan con esperanza por un mundo más humano, más solidario en el que todos los seres humanos podamos vivir en paz.