FRANCISCO REYES / TORONTO /
Como todos los hombres que le antecedieron en el último viaje, el escritor salvadoreño-canadiense Ernesto Jobal Arrozales abordó el pasado miércoles 24 de agosto la nave sin retorno en el puerto de la temporalidad. La esquela funeraria relativa a su fallecimiento fue publicada dos días después en el periódico “Waterloo Regional Record” de Kitchener, Ontario, ciudad cercana a su residencia de Guelph donde había creado hace varios años una tertulia literaria abierta a diferentes lenguas, principalmente español, inglés y francés.
De su deceso me enteré temprano de la mañana de dicho miércoles por medio del poeta dominicano José Toribio, con quien el fenecido escritor y ex combatiente revolucionario mantuvo una estrecha amistad.
Al recibir tan triste noticia, me vino a la memoria la “Elegía Primera” del poeta Miguel Hernández, escrita a raíz de la desaparición y muerte de su amigo y compañero de oficio Federico García-Lorca, la víctima más visible de los crímenes cometidos por el franquismo en España.
Parafraseando esa elegía, ciertamente, cuando un escritor muere, “la creación entera se siente herida y moribunda en las entrañas”, porque la pérdida, en este caso de Jobal Arrozales, es irreparable.
Este escritor y combatiente revolucionario quien –como bien ha señalado en un escrito de prensa el poeta dominicano Puro Tejada- “un día se cansó de llamarse sólo Ramón Portillo”, que era su verdadero nombre de pila. Había llegado a Canadá a principio de la década de 1980 huyendo de la vorágine de la guerra que desangró a su país, El Salvador, y dividió a la población en dos bandos irreconciliables.
Venía con dos valijas: la de los sueños desvanecidos en el combate y la de los sueños por alcanzar en el forzoso exilio que le impusieron las circunstancias, sin que eso significara huir por cobardía. Proyectos que quedaron inconclusos, truncados por la muerte, como escinde el huracán a las esbeltas palmeras.
Lo que de él pudiera escribir como notas biográficas, otros se adelantaron a publicarlas y pueden ser accedidas vía internet.
Lo había conocido años atrás, una noche de invierno en la casa del periodista Oscar Vigil y de su esposa, la comunicadora social Carolina Teves, unos de sus amigos más cercanos.
Entró sin ruidos, acompañado de su esposa, María. Con una sencillez que no daba a sospechar que fuera un escritor, sino un hombre de pueblo, de los que se curten con la tierra que aman. Se instaló entre los otros invitados y empezó a hablar de su vida rústica en un campo de Guelph, pero se destapó como escritor cuando Oscar Vigil le preguntó cómo iba la novela que estaba escribiendo.
Se me despertó el interés de saber quién era en verdad Jobal Arrozales, seudónimo con el que publicó sus trabajos literarios, incluyendo la novel en cuestión, “La Pelo de Oro”, que ya estaba en los talleres de la Editorial Lampedusa, de España. La historia de la novela no fue tan corta.
De repente, improvisamos una tertulia poético-musical, en la que recitó algunos de sus poemas, entre los que recuerdo someramente uno dedicado a Celia, compañera caída en el combate de aquella guerra fratricida.
Ese no fue el único encuentro en que estuvimos recitando y cantando. Hubo otros en que salieron muchas verdades más allá de la mera participación en las guerrillas.
En honor a la verdad, nuestra relación amistosa no fue profunda. Éramos dos personas muy distintas, como imanes casi en repelencia inconsciente, sin que eso significara rechazo del uno hacia el otro.
Lo que sí puedo decir es que disfrutábamos aquellas tertulias en las que había competencias de egos, en el sentido más sano de las palabras, y que hacían deleitar, con carcajadas y todo, a nuestra pequeña audiencia en la casa familiar citada.
La vida de Jobal Arrozales estuvo marcada por la conciencia clara de su papel como escritor y como hombre comprometido con la causa de su pueblo, El Salvador, que ha sido siempre la causa de los pobres del mundo. Por su pueblo empuñó el fusil y se integró a la lucha armada con el objetivo de luchar contra las injusticias cometidas en el país centroamericano.
Sin embargo, se lamentaba de que, después de tantos sacrificios en la lucha armada, el Acuerdo de Paz no logró resolver la problemática general de los salvadoreños.
Dio cuanto pudo por un país mejor. Tuvo la suerte de no perecer bajo el fuego de las metralletas, para después vivir la angustia del exilio, casi olvidado lejos de la patria que lo vio nacer, sin ningún reconocimiento digno por su papel en la guerra.
Los versos del poeta Federico Bermúdez, en su poema “Los Héroes sin Nombre”, que me permito poner en prosa, reflejan el pago por su entrega:
“Vosotros, los humildes, los del montón salidos, heroicos defensores de nuestra libertad, que en el desfiladero o en la llanura agreste, cumpliste la orden brava de vuestro capitán; vosotros, que, con sangre en vuestras propias venas, para defender la patria manchasteis la heredad, hallasteis en la lucha la muerte o el olvido: la gloria fue absoluta de vuestro capitán”.
Francisco Reyes puede ser contactado en reyesobrador@hotmail.com