FRANCISCO REYES / TORONTO /
Las celebraciones en torno a la beatificación de Monseñor Oscar Arnulfo Romero culminaron exitosamente alrededor del mundo y en especial en América Latina.
Es mucho lo que aún falta por escribirse en torno a la muerte de Monseñor Romero. En estos días sólo se habla del “obispo de los pobres” que se inmoló por los oprimidos de su pueblo. No es para menos, porque él era una de las cabezas visibles de la aplicación práctica del Evangelio, desde la perspectiva de de la Teología de la Liberación o de la “Opción Preferencial por los Pobres”.
En términos eclesiásticos, el obispo mártir salvadoreño en lo adelante será tenido como el Beato Romero.
Esta disposición de la Iglesia Católica, sin temor a equivocarnos, abre nuevos caminos de fe y de esperanza a los pobres no sólo de su tierra, sino de toda América Latina, de que aun hay razón para seguir luchando por la paz y el progreso.
Su asesinato el 23 de Marzo de 1980 colocó la República de El Salvador en el centro del mundo por la magnitud del crimen y porque fue el detonante de la guerra civil que ya se vislumbraba en el horizonte de esa nación.
Los pobres de El Salvador fueron los más afectados por la eliminación física de su principal pastor religioso, a manos de miembros de los escuadrones de la muerte al servicio de la opresión económica y de la represión del gobierno militar de la época en el país centroamericano.
Tras el hecho de sangre repudiable a los ojos del mundo, los salvadoreños –creyentes y no creyentes- sintieron que en ese momento se perdía toda esperanza en el porvenir. Consideraban que, si las fuerzas represoras fueron capaces de eliminar a la principal autoridad eclesiástica del país, ¿qué no harían con el resto del pueblo?
En efecto, su inmolación extendió el conflicto bélico iniciado varias décadas antes en América Central, tras el golpe de Estado al presidente Jacobo Arbenz de Guatemala, el 27 de junio de 1954, que provocó un alzamiento militar popular.
América Central ardía. En Nicaragua, la “contra” buscaba deponer por medio de las armas al naciente régimen sandinista y en Honduras los vientos de la guerrilla soplaban en las montañas. Sólo faltaba encender la mecha en El Salvador y la ignición fue el vil asesinato de Monseñor Romero, con la secuela de muertos y exiliados.
¿Qué quedaba? La esperanza del pueblo salvadoreño rodó por el suelo “con alas rotas”. Muchos quedaron atrapados en medio del conflicto. Muertos, de muchas formas, hasta de las más brutales, y exiliados por montones: las familias quedaron divididas durante los 12 años de guerra, a la que se puso fin mediante los Acuerdos de Paz de Chapultepec entre el gobierno y el FMLN, el 16 de enero de 1992.
Treinta y cinco años después El Salvador ha vuelto a ser el centro del mundo, pero esta vez lleno de fe y esperanza en el porvenir, gracias a la beatificación de Monseñor Romero, cuya luz irradia también al resto de América Latina en que se cumple la máxima del Evangelio: “Si el grano de trigo no muere, no puede dar buenos frutos”.
Aunque parezca absurdo, hay muertes necesarias para despertar la conciencia de los pueblos. La inmolación de Romero representa un nuevo despertar para continuar luchando contra las injusticias que se siguen cometiendo en el continente, como es el caso, por ejemplo de la destrucción del medioambiente de comunidades rurales causada por grandes compañías mineras que operan en América Latina, algunas de ellas de origen canadiense.
Nueva fe y nueva esperanza para no volver a los oscuros días de las dictaduras militares. Para eliminar la corrupción gubernamental y que no haya impunidad. Para erradicar la delincuencia mediante programas de re-educación y la creación de fuentes de trabajo para los jóvenes.
La beatificación de Monseñor Romero ha venido a estimular a las jóvenes generaciones del continente para que, desde el trabajo que realizan en organizaciones sociales, partidos políticos y grupos religiosos progresistas, contribuyan a la transformación de nuestra realidad global. Creyentes y no creyentes estamos llamados a la participación colectiva en cada una de ellas.
Visto desde la perspectiva de las comunidades hispanas en Canadá, nos ha dejado como experiencia que la unidad entre los hispanos es posible, como lo demostraron las celebraciones que hubo en Toronto en torno a la beatificación.
Para los salvadoreños canadienses, ¿cuál es el reto que les lanza esta beatificación? Hace años escuché a alguien decir que si cada salvadoreño residente en Canadá aportara de su sueldo un dólar a la semana para pequeños proyectos comunitarios en su país, la pobreza sería reducida al máximo en la nación centroamericana. ¿Cuánto sumaría al año?
El gran desafío es hacer viable esta idea a través de organizaciones sociales, deportivas o religiosas de salvadoreños en Canadá. Ojalá la efervescencia de la beatificación contribuya a materializarla.
*Francisco Reyes puede ser contactado en reyesobrador@hotmail.com