El arte contemp-monetario

MAO CORREA / TORONTO /
Desde la época misma del Renacimiento, con Miguel Ángel, Da Vinci y Rafael, pasando por el barroco con Rembrandt, Rubens y Velásquez, y avanzando con el neoclasicismo, y el romanticismo de Delacroix o Goya, plasmar el realismo, en diversas formas, era el fin principal de la pintura y la escultura. El arte visual buscaba la perfección del relato y la narración pictórica de la historia. 

Al paso de los siglos y en el preciso momento en que la captura de imágenes aparece oficialmente con la divulgación mundial del primer procedimiento fotográfico en 1838, desarrollado y perfeccionado por Louis Daguerre, el trabajo de los artistas toma un nuevo rumbo. Ya no parece haber el mismo interés en recrear paisajes, hacer retratos de personas o pintar calcando la realidad. Esto ya lo podía hacer la fotografía. El arte pasó de ser entonces reflejo de los valores de un entorno cultural a ser escenario de un ejercicio crítico.

A finales del siglo XIX cuando aparece el impresionismo de Cézanne, Monet y Van Gogh, ya no se quieren contar historias, o plasmar momentos, sino expresar el sentimiento del artista en el momento creativo. Se desdibujan las figuras con los brochazos de los pinceles; se saturan el color, la fuerza y la textura; se expresan quizás discursos sociales con mensajes políticos clandestinos; o simplemente se crean obras de “arte por arte” con la consigna de no dejar de ser piezas únicas.

Terminada la primera guerra mundial, nace en Europa con Hugo Ball un movimiento cultural y artístico que cambiaría radicalmente la forma de hacer arte: el Dadaísmo. En la Exposición Internacional de Arte Moderno de Nueva York en 1913, Marcel Duchamp con su irreverente propuesta, logra que su obra pase a un segundo plano y la interpretación del observador sea lo principal. No importando incluso si les daba vueltas la cabeza y el estómago se les revolvía.

Todo esto, unido a la incertidumbre y la crisis de las estéticas por razón de la barbarie mundial vivida, marca el comienzo de lo que conocemos como arte contemporáneo. No hablaremos hoy del vanguardismo de la primera mitad del siglo XX y los cientos de artistas que marcaron la post guerra con sus obras.

Vayamos a la década de los 60s, cuando se consolida la guerra fría y la evolución de las producciones. Allí, artistas como Andy Warhol, Basquiat, Julian Schnable o Salle, entre muchos, cambian por completo las consignas que el arte había adoctrinado por cientos de años, y empiezan a hablar de creaciones masivas, de encontrar arte en “casi” todo, logrando, a mi modo de ver, que el arte se también se pierda en el capitalismo y el consumismo. Incluso, Warhol en algún momento proclamó que él podría en un día realizar más obras de las que Picasso realizó en toda su vida.

Se estaba viviendo un momento donde había especulación en los precios del petróleo y las acciones en las bolsas del mundo se dispararan vertiginosamente. Los mercaderes del arte tomaron provecho y las grandes casas de subastas empezaron a hacer de lo suyo garantizando en el arte el dinero más seguro.

Lo dramático es que la forma con que se empezó a especular con el arte desfasó la esencia de su creación. Ya no eran piezas que hablaban de un artista, sino efectivo que podía llegar al precio que se les quisiera llevar. Era y es hoy el único mercado que ha logrado hacer esto. Para el inversionista es solo cuestión de tiempo. Ya ni siquiera tiene que esperar la muerte del artista para que el precio y su inversión se disparen.

Comerciar con arte, es también el mejor truco para evadir impuestos porque patrocinar o donar arte a sus propias fundaciones cierra el círculo del rendimiento financiero. Es por esto que las grandes corporaciones hoy se sienten más seguras colgando su dinero en las paredes que arriesgándolo en las bolsas de valores.

Esta burbuja especulativa del arte contemporáneo pasará a la historia como el epítome de la vanidad y la locura de nuestro tiempo. Es una burbuja que quiere explotar pero se resiste. No es sino ver los precios de las subastas de obras de colillas de cigarrillos de Damien Hirst, o las reproducciones de objetos banales de Jeff Koons, o las piezas “únicas” de Brito o las miles de serigrafías de la “edición limitada” de Warhol. Hoy en día los coleccionistas pagan millones por cualquier cosa, pieza, obra, o producción que por su elevado valor, les garantizara, a ellos, a los marchantes y a las casa de subastas, una ganancia a corto plazo.

Sin embargo, soy artista y esta voracidad monetaria del arte lo único que me genera es resistencia. Seguiré convencido que cada pieza que creo es única y establecerá una relación íntima con el que la observa, la siente, la toca, la quiere para sí y por eso la compra. Reconocer el trabajo del artista, pagar un precio por su trabajo, debe ser únicamente resultado del ejercicio crítico de la propuesta estética de la obra y del desmantelamiento de la intermediación comercialista de los explotadores y mercaderes oportunistas de arte.

 

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