POR GUILLERMO FERNÁNDEZ AMPIÉ* / MANAGUA /
El día que se conmemora la llegada de Colón y sus compañeros de viajes, buena parte de ellos con cuentas pendientes con la ley, se celebra ahora en el Estado Español como una gloriosa gesta a la que en una muestra de chauvinismo han bautizado como el “día de la hispanidad”. Sin embargo, viéndolo desde la perspectiva de los pobladores que habitaban estas tierras desde tiempos inmemoriales, la llegada de esas naves extrañas y sus tripulantes blancos y barbados no fue más que una invasión, una invasión brutalmente destructora y criminal, con muchos elementos semejantes a las llamadas invasiones bárbaras escenificadas en Europa y partes de Asia entre los siglos III y VII, y que a la postre llevaron al derrumbe del imperio romano.
En estas tierras que los europeos llamaron primero “Indias Occidentales” y luego rebautizaron como “nuevo mundo” y finalmente como “América”, no había nada parecido al imperio romano, aunque algunos autores gusten de llamar “imperio” a las sociedades y culturas azteca e inca, denominación que desde diversos puntos de vista es cuestionable. Lo que no se puede cuestionar, véase de donde se vea, es la destrucción, muerte, saqueo y violencia a la que Cristóbal Colón señaló el camino y abrió las puertas al llegar con sus tres carabelas.
La oleada de violentos migrantes que siguieron los pasos de Colón, encabezados por Cortés, Pedrarias, Pizarro, Belalcázar, los hermanos Alvarado, Pedro de Valdivia, Pedro de Mendoza y demás congéneres, realizaron acciones que dejan entrever un llamativo paralelismo con cometidas por los capitanes al servicio de Temujín, mejor conocido como Gengis Kan, o bajo el mando de Alarico, Aníbal o Atila: se dieron al saqueo, el degollamiento de mujeres y niños, la muerte a sangre fría de hombres indefensos, establecer alianzas con pueblos derrotados o temerosos y sumarlos a como combatientes de sus propias fuerzas; vender a poblaciones enteras como esclavos, aniquilación total de pueblos. La conquista realizada por los castellanos tiene su semejanza hasta con la que realizaron árabes del reino visigodo, pues también impusieron su religión a punta de espada y fuego.
También podría establecerse otro paralelismo o una comparación entre la “reducción” de pueblos indígenas o “pueblos indios”, es decir, obligar a vivir a la población en un lugar específico, incluso contra su voluntad; y a trabajar (también contra su voluntad) para un encomendero blanco y cristiano, y los campos de concentración creado por los nazis en los territorios que fueron conquistando a mediados del siglo XX. Alguien podría contra argumentar que esto es una exageración, y que el dominio colonial español no se propuso exterminar a los pobladores originarios como trató de hacer el nazismo con judíos, homosexuales y otras minorías. Pero, en términos de negación o anulación de la humanidad de muchos pueblos originarios o indígenas, en especial de aquellos que defendieron su libertad, su cultura y sus formas de vida, lo realizado por los españoles no se diferencia mucho de lo realizado por los nazis con relación a los judíos.
Abundan quienes argumentan que señalar las atrocidades cometidas por los europeos contra las personas que habitaban estas tierras no es más que repetir una “leyenda negra”, pero lo cierto es que no es leyenda y mucho menos negra. Se trata de hechos concretos, registrados por la historia, irrefutables y que pueden constatarse por y en distintas fuentes, cometidos por personas blancas que se consideraban superiores a las personas de piel más oscura.
Una de las principales diferencias entre la invasión bárbara cometida por los europeos a partir de 1492 y las que les precedieron en las regiones de Eurasia, es que los castellanos y portugueses dejaron escrita sus propias versiones de esos acontecimientos y con ella convencieron a las generaciones posteriores de que sus acciones eran “civilizadoras” y “evangelizadoras”.
Por lo escrito líneas atrás, abordado desde la perspectiva de los pueblos dominados y de sus actuales descendientes, actualmente los más empobrecidos, discriminados y explotados del continente, el hecho histórico que fastuosamente celebra la monarquía española no fue más que otra invasión bárbara, que afectó negativamente incluso a aquellos que se aliaron a los invasores. Y en última instancia, esas pomposas celebraciones -desfile militar incluido- constituyen también un escarnio para los que aún sufren las consecuencias.
En nuestros días, cuando se ha tomado mucho más consciencia de esa destrucción, y en distintos países se ha impulsado la refundación de los estados republicanos nacidos tras el fin del dominio colonial español, para comenzar a poner fin a la exclusión que desde el tiempo la propia llegada de los europeos han vivido los descendientes de los pobladores autóctonos, es justo también que esos hechos históricos comiencen a ser nombrados no como los conquistadores y el poder colonial los bautizaron, sino con un sustantivo que represente lo que eso significó para los pobladores originales de estas tierras.
*Guillermo Fernández Ampié es un periodista nicaragüense con doctorado en Estudios Latinoamericanos, quien actualmente es catedrático de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM).